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10.




Con Anaxágoras en el pensamiento filosófico se abre una nueva senda, que le será propia, la de la mente y las posteriores ideas. Pero antes de que Platón utilizara esta tesis en su sistema, la filosofía sigue buscando la respuesta en lo aparente, a pesar de que desde Heráclito y aún de Parménides ya es consciente de un lado «oscuro» e «inapreciable» de la realidad que debe ser tenido en consideración. No es posible concebir las cosas sin alguien que las conciba y ese alguien no puede ser un espectro sino algo sustancial. Por tanto no se concibe que de la «insustancia» se pueda concebir la sustancia. Las esencias de las cosas deben provenir de las sustancias de las cosas. El eterno dilema de la filosofía, como sugería en la introducción, se resume a los tres postulados básicos sobre los que gravita toda la investigación filosófica: la naturaleza, la persona y Dios.

Anaxágoras es el responsable de que la persona haga su aparición en las especulaciones filosóficas, pese a que será el polémico Sócrates quien se llevará los créditos para la historia. Dios todavía no es un tema central y no llegaría a serlo hasta la «manipulación filosófica de la escolástica». Incluso en Platón, Dios, que denomina «demiurgo», aparece como un resultado lógico dentro de un proceso reflexivo, y es como el resultado del razonamiento dice que es y no en sí mismo, absolutamente y al margen de la naturaleza de las cosas. Es decir, para Platón el «demiurgo» no es un concepto que pueda ser integrado en la filosofía a menos que se entienda como un aspecto afín o parte de la misma naturaleza. Dicho de otro modo, la idea de Dios, por ser antes que nada una idea, es parte de la filosofía siempre que siga siendo una idea. La teología medieval busca una filosofía que se adapte a la «imagen revelada» de Dios, en tanto que los griegos buscaban a Dios en la filosofía, no como una imagen revelada, sino como una idea razonada.

Por tanto, después de Anaxágoras sus alumnos retoman sus tesis sobre la «pluralidad» o la semillas (spermata) y tratan de darles un sentido más «parafísico» y creíble. Utilizo la expresión «parafísica» porque no se puede calificar a Demócrito ni de metafísico ni de físico. En el primer caso sería necesario que su «atomismo» pudiera ser entendido como «atributos del ser» y en el segundo, debería de probar con algo más que razonamientos y probabilidades la existencia de tales átomos, ya con alguna formulación matemática o con alguna experiencia sobre la misma materia. Obviamente nada de eso está en Demócrito.

¿Por qué se crea lo que se ha llamado la «escuela atomista»? Porque toda pluralidad, como parece evidente que está compuesta la naturaleza de las cosas, debería poder reducirse hasta la «singularidad». Por la misma razón toda pluralidad debería concluir en la ausencia de pluralidad, o en lo absoluto, lo que no sucede. Sin embargo parece evidente que el todo aparente, sea o no absoluto, debe de estar compuesto por las partes, y puesto que estos filósofos no buscan «partes en abstracto» sino reales, llegan a la obvia conclusión de que la realidad sustancial y plural debe de estar compuesta a partir de la existencia de partes sustanciales que ya no puedan ser divisibles, es decir, el «átomo», que en griego significa «lo que no puede dividirse». Esto es «física probable» o «parafísica», pero me parece un error considerarlo «filosofía». Sin embargo, tal evidencia no está exenta de cierta complejidad, pues entre el «átomo» o la parte y el resto de las partes debe de haber «algo» es decir un «no átomo», o un vacío cuya sustancia debe ser también razonada y explicada. ¿Cómo puede haber un vacío donde está todo «lleno de átomos»? La parafísica de Demócrito no alcanza a conclusiones mayores, como, por ejemplo, que si el átomo es la parte más pequeña del universo la suma de todos los átomos (si tienen un principio deben tener un final) formaría un todo que no sabemos donde está porque no sabemos de dónde viene el primer átomo o parte del todo. Éste es el eterno dilema de la filosofía que no se ha resuelto todavía, porque se trata de una «tautología», o, lo que es lo mismo, la repetición de un dilema irresoluble con el simple uso de la razón, por muy lógica que sea.

Para que el lector comprenda lo que trato de decir, esta idea puede expresarse con una simple pregunta: ¿Pueden las tinieblas pasarse a la luz sin dejar de ser tinieblas? Obviamente las tinieblas que intentan traspasar a la luz se «iluminan» y dejan de ser tinieblas. No voy a profundizar más en esta cuestión porque ésta será una de las tesis fundamentales para introducir a Platón y sus teoría de las ideas, para lo que todavía faltan algunos capítulos.

Con Demócrito y posteriormente Epícuro la filosofía entra en un callejón sin salida, porque deja de ser filosofía. Incluso Aristóteles tomará este camino, pero sin abandonar totalmente el puramente filosófico. Gracias, no obstante, a esta «desviación» del pensamiento filosófico, la cultura legada por Atenas pudo librarse del teísmo irracional del medioevo y hacer posible la astronomía y la física renacentista, naturalmente que después de haber vuelto a introducir el pensamiento aristotélicos y de los «parafísicos», como el mismo Demócrito.

Durante 400 años reinó Platón en las «alturas» sin que se tuviera realmente en consideración su filosofía sino sólo aquella parte afín a la teología que se hace durante la patrística hasta Santo Tomás y Francisco Suárez. Consistía en sustituir las ideas por una imagen de la que se extraía una «idea inmanente» tan borrosa e imprecisa como la imagen de donde había surgido. Como avance a la introducción a Platón, puedo decir que la única manera de que las tinieblas penetren en la luz y sigan siendo tinieblas es si lo «imaginamos». De esta manera Dante pudo pasearse por los infiernos y salir ileso sin ni siquiera chamuscarse y Quevedo, años después, puedo contarnos algunas anécdotas del mismo infierno saliendo también ileso de la experiencia. El medioevo es sobre todo un mundo basado en la «imaginación», la «psicología» y la «emotividad», por eso no hay posibilidad alguna para la existencia de la filosofía.

Pero el atomismo tiene todavía una refutación que cuestiona incluso la «idea» que tenemos de átomo actual, y para ello sólo es necesario avanzar unos cuantos años hasta retomar de nuevo a Heráclito (digo avanzar porque nos regimos por el calendario cristiano, lo que implica considerar la existencia de un «anti-tiempo» o tiempo «reversible», el que constituye la «duración» del mundo hasta el nacimiento de Jesús). Heráclito nos introduce el dilema de la absoluta imposibilidad de la existencia de lo «absoluto» al comprobar la necesaria dualidad de todo lo existente, pero sobre todo «consistente». Como «unidad» sólo concibe la «armonía»: una unidad inestable pero duradera, dialéctica y expansiva o depresiva. Por esta razón llegaría a la necesaria conclusión de que las cosas «no tienen límite en cuanto a capacidad repletiva: que lo pequeño no tenía tampoco límite». ¿Por qué los atomistas aceptan la existencia de algo pequeño y limitado? Sin duda porque de otro modo las cosas que «son» no pueden «estar», ya que esta cualidad del ser requiere unos «límites», o, lo que es lo mismo, un principio y un fin delimitado en un principio indivisible. De esta manera volvemos a tener una tautología, que se resuelve «convenientemente» pero no «verdaderamente». Es imperativo que las cosas se estabilicen en algún punto de su ser, creando para ellas unos límites donde sean «indivisibles». Por tanto el átomo es una voz «falsa», puesto que significa lo que no puede ser su significado, es como la voz, también griega, de «utopía»: un «lugar» que no está en ninguna parte.

En otras palabras, el átomo, que es divisible, «no existe», conclusión ratificada de forma concluyente por la experimentación científica. Si seguimos denominando «átomo» (lo que no puede ser dividido) a lo que puede ser dividido estamos utilizando una voz que carece de significado real. La conclusión es que, en tanto no se demuestre lo contrario, no sólo el átomo no existe sino todo lo compuesto por «falsos átomos» son también «falsas cosas». Con esta última reflexión nos vamos acercando a la postura de Platón, quien niega vehementemente la «realidad aparente» a favor de las ideas, o la «realidad ausente».