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5. Anaximandro



Los filósofos de la Escuela de Mileto eran vistos con recelos por la monarquía local, aquella que constituía la cabeza visible de un Estado precario en sus enunciados pero bien asentado sobre fundamentos «naturales». Lo paradójico fue que uno de sus primeros filósofos, Anaximandro, justificó «razonablemente» la existencia de un Estado que hasta entonces se justificaban en los mitos de un pasado histórico, trasmitidos por leyendas, pero sobre todo, asentado por el derecho de conquista, es decir, el Estado era de quien lo conquistara. Pero el Estado no existía ni ha existido jamás, y sin embargo puede decirse que «siempre ha sido», paradoja que justificaba su existencia, de la misma manera que se justificaba la probable existencia de los dioses.

El Estado es una catarsis provocada por un feroz acto de fuerza que «delimita un territorio» y convierte al conquistador en el «dueño absoluto» de los límites establecidos por ese ser inexistente que es el Estado. Una vez «limitado y apropiado» el Estado adquiere «consistencia», aquella que es justificada tanto por su «delimitador como por los propios límites». De ahí la necesidad de «sustanciar» el «ser» de un Estado inexistente en dos elementos básicos: el «jefe del Estado» y los «limites territoriales del Estado». Por tanto, el Estado, idea abstracta e inexistente, «aparece» con la aparición de una cabeza visible y unas líneas sobre un mapa. Así han surgido todos los Estados y, aún a pesar de las democracias actuales, siguen siendo una catarsis con una cabeza visible y unos límites territoriales. Pero el Estado sigue siendo una idea que carece de existencia. Desde la Revolución francesa y aún antes, desde el «Leviatán» de Thomas Hobbes, hemos aceptado consensuadamente (no puede ser razonablemente) que «el Estado somos todos», y si somos todos, ¿cómo puede ser el Estado «él mismo»?

Lo que Anaximandro hace es empezar a reflexionar sobre las cosas que no existen, pero que son determinantes para las que existen, como el caso del Estado: «El principio o «arjé» de todas las cosas es lo indeterminado». Es decir, el principio fue el «Estado» que es lo «indeterminado», por eso considera que lo «indeterminado debe tener límites» (ápeiron). Así, en un principio fueron los dioses y los límites, y, como consecuencia, el monarca y los límites que configuran su Estado. ¿Por qué?1 Porque no se concibe la realidad presente si no se «limita a un cierto espacio-tiempo», donde está «insertado» el mismo presente como una «ilusión», pues no debe de haber más que una determinada duración (los límites, incluso del universo), y nosotros estamos en un punto determinado de esa duración consumida por un tiempo en movimiento.

El ejemplo más «moderno» que se me ocurre para ilustrar esta idea es muy familiar entre los que usamos ordenadores y descargamos programas: la idea expuesta se asemeja a la «duración de la descarga de un programa», que para hacer visible el tiempo que transcurre, aparece una barra que va «llenándose de tiempo» donde antes no había «nada», hasta que está completamente llena y «cesa el movimiento y el tiempo», es decir, el programa ya ha sido descargado. Así lo debió ver Anaximandro a pesar de que para la existencia de los ordenadores faltaban todavía 2.600 años de un tiempo correspondiente a una determinada duración, aquella en la que estamos «encerrados».

Con Anaximandro aparece el primer síntoma de negatividad en la mente de la especie humana, síntoma que se agudizará con Schopenhauer, para hacerse más y más negativo hasta no ver sino el lado «negativo de la realidad», que culmina con la frase de Sartre: «El ser se sustenta en la nada», o la angustia que produce la insustancialidad de lo meramente existente. Si el lector es un poco avispado se habrá dado cuenta de la analogía entre la frase de Anaximandro y la de Sartre. Esto prueba que la filosofía no avanza nada en lo esencial, sino que lo hace tan sólo en su aspecto formal y conceptual (por cierto, haciéndose cada vez menos comprensible y más elitista).

Antes de la aparición de este filósofo la vida era una «tragedia positiva», de ahí su irresistible atracción entre los griegos de la época (Esquilo llegaría a ser más notable que ninguno de los filósofos de su época). Después de él la tragedia es en parte positiva y en parte negativa, hasta que la tragedia se convierte en completamente negativa, sentido que le damos actualmente. La tragedia era positiva porque era «real» y «todo lo real es necesariamente positivo», en tanto que lo negativo es «necesariamente irreal». Esta simple reflexión llevaría a Leibniz, unos cuantos siglos después, a decir aquello de que: «Este universo debe de ser efectivamente el mejor de los universos posibles.» Lo que este genial matemático e inventor de la primera calculadora quiso decir es que lo que existe, sea trágico o alegre, es por razón de su necesidad, de manera que lo que no es necesario no tiene razón de ser y no debe de existir. Si los dioses decidían traer la desgracia al pueblo griego confundiendo sus mentes, haciéndoles cometer crímenes horrendos contra los propios dioses y contra sí mismos era porque sería «necesario» que los cometieran, porque de otro modo, ¿que necesidad había de pensar en la posibilidad de su existencia? De manera que Leibniz ve la vida como si fuera la parte medio llena de la botella, y considera que la parte medio vacía es una necesidad imperativa para que sea posible la llena, por tanto, lo mejor es lo existente porque es lo «necesario».

En sus tiempos, la época preindustrial con «pleno empleo» agrario, era posible y razonable hacer esta argumentación. Pero los desempleados actuales son «personas innecesarias para el mercado laboral, pero que existen», por tanto para ellos éste «no debe ser el mejor de los universos». Vemos que no podemos llenar los libros de historia de la filosofía de frases hechas, porque, puede suceder que estén ya vaciadas de contenido. En este caso es evidente que algo se ha descompuesto en la lógica de Leibniz para que hayamos llegado a refutar de esta simple manera su espléndida y optimista filosofía.

De manera que con Anaximandro la filosofía apenas ha comenzado su andadura y ya toma unos derroteros «anti-naturales» y «negativos». Pero sólo es un primer y vago enunciado acerca de la «negatividad», lo «indefinido» y lo «confuso», que dos de sus colegas posteriores elevaría a la categoría que les correspondía: uno fue Parménides, posiblemente el «padre de la metafísica» y el otro Platón «ideador» de las ideas en todo su significado y plenitud. Ni la metafísica ni las ideas de Platón (muchos piensan que antes de él no había ideas) son de «este mundo», es decir, del lado «positivo de la realidad», sino de su otra cara, la «anti-realidad» o «irrealidad», es decir, del pensamiento.

Anaximandro, que como decimos es el segundo filósofo documentado de la historia, intuye ya la dialéctica porque considera que toda existencia individual y todo devenir es una especie de usurpación contra el «arjé» o principio del «cosmos» (término fundamental para la teología y que se lo debemos también a él). Es decir, ya comprende que lo que el hombre hace al pensar «vaciar algo que está lleno», en tanto que si no piensa pasa por las cosas sin tocarlas ni vaciarlas. En otras palabras, el ser humano es poseedor de toda la verdad, pero para conocerla tiene que «destruirla», y eso a Anaximandro le parece una «injusticia», por lo que deduce que:




«Allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo».




Palabras textuales suyas. También Anaximandro se anticipó en unos siglos a Darwin y dedujo correctamente que la evolución animal procedía del mar. Pero no sólo eso, sino que se adelantó a las teoría sobre la formación del universo según la versión del «Big-Bang», argumentado el proceso de esta formación como el progresivo «enfriamiento» de la materia inicial del universo (teoría que no comparto plenamente, ver mi ensayo «Sobre el Ser, Dios y el Cosmos»). En definitiva, que no sé por qué llamamos a estos filósofos «presocráticos» con la solapada y maliciosa intención de encasillarlos, a los que, al parecer, sólo les preocupa discernir acerca de cuál de los cuatro elementos básicos fue el primero y la causa de la naturaleza.