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11. Sócrates




Sócrates debía saber que la verdad sólo surge cuando es descubierta en uno mismo, por tanto, todos poseemos en algún lugar de nuestra mente toda la verdad, sólo tenemos que «descubrirla» o «desvelarla». Dicen que esta idea se la sugirió el oficio de comadrona de su madre pero yo creo que es más probable que fuera el de escultor de su padre. La comadrona ayuda a «descubrir» lo que había dentro la madre, en tanto que el escultor descubre la imagen que hay «potencialmente» en un trozo de mármol. Normalmente no se cita la circunstancia del oficio del padre, más ajustado a la «mayéutica» que el oficio de traer hijos al mundo de su madre, actividad más real pero menos creativa. En ambos casos, no obstante, es necesario «concebir algo»: en el primero una forma que se convierte en una idea y en el segundo una persona que también se convertirá en una «idea de sí misma», lo que no puede hacer la escultura.

En su tiempo a su manera de razonar y hacer razonar a los demás se consideraba propio de sofistas, y Sócrates, pese a criticarlos, sin duda que era uno de sus representantes. Pero su retórica no perseguía el beneficio sino la virtud, por eso paradójicamente fustigaba a los sofistas. No es de extrañar que para muchos autores su ejemplar muerte sea comparada con la de Jesucristo, pero no se puede decir lo mismo de su poco ejemplar vida, al parecer descuidada y vulgar en lo aparente, pero refinada e inteligente en lo no aparente, o «esencial».

Para hacernos una idea de la «técnica» de Sócrates podemos imaginar este diálogo entre él y uno de sus conciudadanos interpelados:




– ¿Quién eres tú?

– Fulanito de tal

– ¿Qué eres?

– Una persona

– ¿Qué es una persona?

– ¿? ¡No lo sé!

– ¡Lo único que sabes es que «no sabes nada»!




Con este agresivo interrogatorio y la concluyente y razonable conclusión, Sócrates quería demostrar que el conocimiento que tenemos de las cosas que nos rodea es «somero» e «imperfecto». De manera que las cosas «contienen todas sus propias verdades ocultas en su idea de sí mismas». Por tanto lo primero que deberíamos hacer es concebir una «idea verdadera de nosotros mismos» como paso previo para concebir la idea de las demás cosas. Esta conclusión sería fundamental para Platón, porque le demostraba que las ideas «ocultaban» la verdadera forma de ser de las cosas.

Pero no nos anticipemos, porque el interpelado podía haber replicado a Sócrates de forma que rebatiera sus conclusiones y consiguiente acusación de «ignorante» con relativa facilidad.

Cada «persona», pese a no saber definir la idea misma de persona, no sabe sino aquello que «necesita saber», ya que todo lo que es «algo» necesita forzosamente tener unos «límites», y si el conocimiento es algo también tiene que tener sus limites. Si el conocimiento no tuviera límites tanto en el tiempo como en el espacio significaría que habríamos alcanzado el conocimiento de todo lo consistente o real, y al no desconocer nada de la realidad, el ser que consiste en algo necesariamente limitado no sería, pero como dice Parménides, ¡el ser no puede no-ser!

Incluso el lector ha podido dejarse engañar por este razonamiento y creer en la posibilidad de esta falacia, pero debe tener en consideración un simple detalle que ya se da en el ejemplo de la conversación entre Sócrates y uno de sus conciudadanos interpelados. Es precisamente Sócrates quien «provoca» al ciudadano para que se conozca a sí mismo, por lo que se convierte en la fuente «exterior» del conocimiento «interior». De manera que cuando el ciudadano alcance a saberlo todo de todo y crea que el mundo se «acaba» porque ha alcanzado lo «absoluto de sí mismo y con ello del mundo entero», seguirá quedando Sócrates fuera del mundo «absoluto» del ciudadano «absolutista». Lo que quiero decir es que la última cosa que podemos aprender sobre «todas las cosas» nos la habrá enseñado «alguien» que sobrevivirá a nuestro «absolutismo y muerte», y de esta manera es como la vida permanece al margen y libre de todo absolutismo o idealismo. De ahí mis reiteradas críticas a Hegel. Por tanto Sócrates, sin escribir una sola línea, es «utilizado» por Platón en sus «Diálogos» para que le ayude a descubrir la «esencia de las cosas» que debe de estar en sus «ideas». Obviamente con esta observación estoy sembrando cierta insidia en torno a la verdadera biografía de Sócrates y de sus enseñanzas, que probablemente no fue como nos ha legado la historia. Sócrates es la circunstancia exterior que ayuda a la filosofía a descubrir algo fundamental de sí misma, como son las ideas mismas y la idea en sí misma.

Su acusación de impiedad se basaba en que sus enseñanzas conducían a la destrucción del Estado (en este caso la ciudad-estado de Atenas) pues, como hemos podido ver, el Estado tiene la precariedad de no poder existir sin límites concretos, los mismos límites que tiene el conocimiento humano, que es verdaderamente la «sustancia misma del Estado». En otras palabras, el Estado es una entidad limitada compuesta por individuos limitados, tanto en sus «conocimientos» como en su territorialidad, aquella que le impone su propio Estado. ¡En eso consiste la esencia misma de la democracia! Sin embargo, tenemos la paradoja histórica de que Sócrates, pese a exigir la abolición del Estado a través de la liberación de la «ignorancia de sus ciudadanos», cree en la «moralidad y armonía que proporcionan las leyes del Estado», por las que está dispuesto a tomar la cicuta, a pesar de que sus amigos pudieron conseguir que fuera amnistiado.