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3. La causa de la filosofía


La filosofía comienza cuando alguien, haciendo caso omiso de las verdades reveladas, los mitos y la tradición histórica, se pregunta qué es la naturaleza, y para alcanzar una respuesta concluyente sólo se sirve del uso razonable del lenguaje; el que conoce o el que crea él mismo, incorporando nuevas voces cuando se hagan necesarias en sus reflexiones y razonamientos. Esa persona, para la historia de la filosofía occidental es, naturalmente, Tales de Mileto.

Desde el momento en que comienza esta nueva actividad del conocimiento humano puede decirse que comienza, al mismo tiempo, un «contexto» nuevo de ese mismo conocimiento: el filosófico, pese a que lo correcto es llamarlo «entendimiento». A este nuevo contexto le corresponderá un determinado «lenguaje», aquel de uso exclusivo en todo razonamiento ontológico, prescindiendo progresivamente del «antiguo lenguaje», creado para constatar la evidencia aparente de las cosas, o darse una explicación de su origen al margen de las conclusiones propias de la razón y la lógica y basadas en mitos y leyendas.

La filosofía, al exigirse que toda conclusión esté fundamentada en la razón, se exige, así mismo, el uso rigurosamente verdadero de los conceptos que utiliza, lo que condiciona la lógica. La filosofía por tanto depende del uso que hagamos del lenguaje que utilizamos, y éste no puede ser otro que un «lenguaje específicamente filosófico».

Por la misma razón que la filosofía empieza cuando se busca la verdad a través de la especulación razonable con el uso de un lenguaje específico, la filosofía debería terminar cuando la razón ya no encuentre «palabras» para explicar la realidad sin recurrir a otra cosa que a la especulación razonable con el uso de las mismas palabras. Cualquier transgresión del contexto propio de la filosofía nos llevaría a la «trasgresión» de la propia filosofía, en cuyo caso ya no sería filosofía, sino «otra cosa».

La filosofía debió de terminar hace ya varios siglos, con la monumental obra de racionamiento de Hegel, quien creyó haber llegado al final de lo absoluto, el nivel más elevado que el uso del lenguaje filosófico permite llegar a la razón. Sin embargo, en mi opinión no fue así. Por tanto la filosofía ya debía de estar agotada antes de Hegel. Pero no sólo porque el razonamiento de Hegel fuera incorrecto sino porque para elaborar su grandiosa filosofía recurrió a un lenguaje «no filosófico», sin duda que causado por su formación teológica y su circunstancia nacional, como es el «Espíritu».

La confusión radica en el «significado» del concepto «Espíritu» en el idioma alemán, que se traduce por «Geist». En este idioma no hay una clara distinción entre «espíritu» y «mente» tal vez porque etimológicamente no sea necesaria esta distinción. No ocurre lo mismo en los idiomas de origen grecolatino, donde la «mente» es una categoría filosófica y el «espíritu» una categoría teológica. ¿Por qué en alemán se mezclan y confunde ambas ideas, lo que confunde, a su vez, la monumental obra filosófica de Hegel y de sus sucesores, aquellos que hacen filosofía en alemán? La explicación debe de estar en la ausencia de tradición filosófica en la población germana en los tiempos en que empieza la filosofía y, sobre todo, la ausencia de una profunda «greco-latinización» de su población. De manera que cuando la filosofía llega a los diferentes idiomas y dialectos de los pueblos germanos, estos ya tienen fijados conceptos sobre el «espíritu», basados en las categorías que darán origen a su teología, es decir, en sus mitos y sus leyendas.

El alemán en tiempos de Hegel es un idioma sin una gran «greco-latinización», con pocos vocablos incorporados de otras lenguas, comparado con las lenguas de otros pueblos que han sido profusa y continuamente invadidos, como los del Mediterráneo. Por tanto, la filosofía alemana, una vez que se «hace» en alemán, necesita «rehacer» todos sus postulados adaptándolos a los conceptos disponibles en el nuevo idioma utilizado. Uno de los conceptos fundamentales para la filosofía es precisamente el de «espíritu» y su confusión con «mente» o, incluso, «entendimiento», llevarán a confundir así mismo toda su filosofía relacionada con el espíritu. Otro tanto podemos decir del concepto «existencia», diferenciado del «ser» en los idiomas de origen greco-latino y que en los germanos se resuelve «como si se tratara de algo natural y sustancial», añadiendo al concepto «Sein» una indicación de lugar «da», es decir, «Dasein», como se hace con conceptos no filosóficos: «Bürger-meister» (alcalde) o «Baum-wolle» (algodón), etc. Resulta una paradoja que el idioma que más filosofía ha producido sea, aparentemente, el menos adecuado para alcanzar conclusiones razonablemente concluyentes y «absolutas», como pretendía el propio Hegel.

La conclusión a la que nos lleva esta última reflexión es que, si la filosofía puede llegar a no tener más palabras para enunciar la razonable forma de ser de las cosas sin necesidad de su prueba y experimentación, es decir, llegar a establecer la «verdad absoluta» en base al uso exclusivo de los conceptos y de la razón, sólo puede hacerse «razonablemente» con aquellas lenguas que tengan en su propia etimología las voces equivalentes en significado a aquellas que fueron creándose cuando la explicación razonable de las cosas las hacía necesarias. Por tanto, la filosofía occidental debe terminar en la lengua en que fue originada, es decir, en el griego antiguo y difícilmente puede ser «traducible» a otros distintos, sobre todo si no tienen raíces etimológicas del mismo griego clásico.

Así, la filosofía sólo puede hacerse cuestión de ideas como la muerte, si queda «advertida» de que se trata de una trasgresión, pues la muerte no es un concepto que pueda ser incluido en un razonamiento metafísico, en cuyo caso debe utilizar el concepto «nada». Esta trasgresión es constante y reiterada en toda la historia de la filosofía, pese a los intentos de «contexturizar» el lenguaje por notables filósofos como Huxley, entre otros. La dificultad está en que en algunas lenguas será «imposible» llegar a conclusiones filosóficas «concluyentes» por «falta de palabras» adecuadas para ello.

Las razones por las que la filosofía ha sido más prolífera en unos países que en otros no tiene relación con el idioma, sino con sus condiciones culturales y sociales. Así, serán más propensos a la filosofía aquellos países que asimilaron las conclusiones de la nueva física renacentista, hacen la reforma luterana y se rigen por principios económicos liberales. Por el contrario, otros países como España, con un idioma adecuado para la filosofía, las condiciones «circunstanciales», por citar al «único» filósofo original de España (los anteriores eran ibéricos y los posteriores no aportan nada nuevo ni original), no lo permiten.

Por ejemplo, podemos perfectamente decir que el filósofo no «crea» como el artista, ni «produce» como el artesano (pese a que pueden darse perfectamente ambas cualidades en un filósofo), sino que simplemente «concibe». Concebir es la manera en que el filósofo «crea su mundo», naturalmente utilizando una expresión propia del contexto teológico, o «produce la naturaleza de las cosas», utilizando el contexto físico o científico.

Pero ¿en qué consiste la «concepción»? y ¿cómo se manifiestan las concepciones? La respuesta a esta pregunta «delimita» con precisión el ámbito del filósofo y el resultado de su actividad.

El propio Hegel comprende que para alcanzar lo «absoluto» es necesario eliminar toda «confusión» del mismo lenguaje y para ello pretende encontrar una «categoría» que englobe tanto al sujeto como al objeto: «La supresión de la diferencia es la tarea fundamental de la filosofía». Según esta reflexión, una vez alcanzada una categoría que está por encima de lo subjetivo y lo objetivo (por encima del bien y del mal, de la verdad o la mentira; de lo justo o lo injusto), debería ser el fin de la filosofía. Pero, una vez más, nos encontramos ante la paradoja de que esta supuesta categoría de lo absoluto se ha desarrollado a partir de lo relativo de un idioma que no diferencia entre espíritu y mente, es decir, que transita entre la teología y la filosofía sin discernir las posibles y necesarias diferencias.

Para concebir las cosas lo primero es establecer las posibles «perspectivas», como lo denominaba Gasset, de la concepción misma. La primera es aquella desde la que se cuestiona la naturaleza como tal y en conjunto (Tales), la segunda: el ser humano dentro de la naturaleza (Sócrates), y la tercera: la idea de Dios dentro del ser humano y de la naturaleza (El «Demiurgo» de Platón), pese a que éste no sea su orden de aparición. Ni Descartes ni Hegel aportan nada fundamentalmente nuevo a las motivaciones propias de la filosofía. Por tanto, los fundamentos de la concepción misma son las respuestas a las preguntas sobre: «Naturaleza, Persona y Dios».

La perspectiva nos lleva a la observación de las cosas según su «punto de vista»: las cosas sustanciales; las cosas como sustanciales e insustanciales al mismo tiempo (se supone que las personas tienen «alma») y las cosas puramente insustanciales. Punto culminante de la filosofía de Platón, pues todo confluye en las «ideas» o en la «idea en sí misma».

Lo paradójico de esta observación es que la perspectiva no implica que quien se desplace deje de ser lo que es como tal observador de las cosas, es decir, que la perspectiva debe ser algo que está «dentro del observador», lo que viene a decir que «no vemos un sólo aspecto en las cosas observables, sino que estos tres contextos deben de estar de alguna manera dentro de la cosa observada. Es decir, todo proviene de la observación de una cosa, pero esta observación nos lleva a considerar varios mensajes, cada uno relacionado con un contexto distinto. De manera que siendo una sola cosa, puede interpretarse de varias maneras, y producir varias sensaciones, impresiones o sugestiones respectivamente, y que se corresponden con el «mundo lógico, ideológico y psicológico». Para ser todavía más extensos y detallistas podemos decir que son las «perspectivas» propias la ciencia (genética), la filosofía (estética) y la teología (ética).

Esto nos lleva a encontrar el origen de ciertas cosas que concebimos pero que carecen de sustancia, como por ejemplo, «la felicidad», «la moral», «la justicia», etc. Son conceptos que no pueden provenir de la observación de las cosas como tal sustancia, es decir, la felicidad no proviene de un «objeto», cuya sustancia es la felicidad, lo que nos permitiría poder envasarla y venderla en los supermercados, sino que estos conceptos deben de provenir de las cosas, pero que no se manifiestan como «sustancias» sino como parte de sus atributos, cuya observación sugieren estas «ideas insustanciales».

Por tanto de la observación de toda cosa deben de inferirse, no sólo la concepción de ideas «objetivas» sino la concepción de «otras cosas insustanciales» o «ideas subjetivas» que «emanan» de las cosas y que se perciben por quienes las observan. Por ejemplo, la idea de Dios debe de inferirse de la pura observación de las cosas (lo que llevo a la supuesta prueba de la existencia de Dios de Descartes); la idea del amor debe inferirse también de la observación de las cosas, lo mismo que la de la felicidad, etc.

De manera que cuando concebimos percibimos «impresiones objetivas y subjetivas», todas ellas contenidas en las propias cosas. Lo que nos lleva a considerar la necesidad de establecer en primer lugar cómo «son las cosas en realidad», y ésta es, precisamente, la sustancia propia de la filosofía: «entender» el modo de ser de las cosas en su totalidad de su espacio y tiempo o más propiamente en su «duración». Es decir, si las cosas trascienden de sí mismas, no podemos penetrar en su trascendencia sin la observación de la cosa posiblemente trascendente. La trascendencia en sí misma es una «cosa subjetiva» que necesariamente debe emanar la «cosa objetiva».

Al intentar penetrar en la forma de ser de las cosas nos encontramos con la dificultad de su verdadero conocimiento, no sólo como «análisis» de la cosa presente y aparente, sino que hemos de considerar que todas las cosas nos muestra una apariencia «temporal» o «presente», de manera que al desplazar nuestro punto de vista, no sólo debemos hacerlo con respecto de su impresión «actual o presente», sino de su «impresión en el espacio-tiempo». Esta es la base de todo razonamiento dialéctico, pues es evidente que las cosas, además de mostrar diversas «facetas de sí mismas» en el momento que son observadas, están sujetas a un cambio constante y puede que cíclico. De manera que la dialéctica no puede considerar sólo el transcurrir del tiempo y su evolución, sino el transcurrir y no-transcurrir del tiempo en la evolución de sus diversas facetas.